Microhistorias molinesas (I). Mujeres de armas tomar. Dos motines
de aldeanas molinesas en el siglo XVIII.
Por Diego Sanz Martínez
Lcdo y DEA Historia, Dr. Sociología.
Pues
¡sus! Heme aquí.
Francisco de Javier.
Publicar es una responsabilidad enorme. Mi abuelo Esteban siempre me
decía que el papel es una de las cosas más tontas que hay, puesto que se deja
poner todo lo que se quiera sobre él. Un blog no deja de ser un papel; que no
tenga aquel tacto tan agradable de los viejos papeles de molino, o aquellas
marcas de agua tan sugerentes, o que escribir sobre él no resulte ya un ritual
de largo preparativo, no quiere decir que el escribano-bloguero pierda su
compromiso. De ahí que al lanzar a la Red una creación más o menos elaborada
uno, que nunca ha acabado de perder la vergüenza al ágora, al foro, a la plaza,
no deje de estremecerse y de sentir un no sé qué en la boca del estómago.
¿De qué puede escribir un aldeano como yo? Pues quizá de cosas de
aldeanos o, dicho de un modo más actual, del medio rural que le rodea. De su
pasado, de su presente, y hasta del futuro que anhela para su tierra. Van
siendo ya años de introspección, y se hace apremiante comenzar a compartir, con
quien lo desee, las cosas que uno piensa.
Quiero
estrenar este blog, que pretende abordar temas referentes a la cultura, la
historia, el arte y la identidad del territorio del Señorío de Molina, en este
Día Internacional de la Mujer, tratando de poner de relieve el papel que ellas
han tenido a lo largo de la historia. Es curioso cómo las mujeres suelen ser,
en los libros de historia, actrices secundarias de los grandes hechos. Sin
embargo, un servidor, que se ha criado en un matriarcado, y que a lo largo de
los años ha recorrido ambientes intelectuales, sociales y políticos en los que ellas
han sido mayoría o han tenido una gran relevancia, sabe que han sido
determinantes cuantitativa o cualitativamente en cada uno de ellos. Así pues,
este artículo va dedicado a las que yo llamo mis mujeres.
Durante la semana que hoy termina he podido volver al Archivo
Historico Nacional de Madrid, donde he tenido la oportunidad de consultar un
expediente cuyo contenido era mucho más rico de lo que me cupiera haber
imaginado al leer el título del mismo.
Se trata del expediente nº 4 del legajo 28626, correspondiente a la sección Consejos,
concretamente al Consejo de Castilla. Mi interés, en principio, se había basado
en la transformación del paisaje y de la reordenación del territorio que se
produce entre los siglos XVIII y XIX en el territorio de Molina, un tema que me
ha apasionado en los últimos años.
Sin embargo,
el interés de la fuente documental, un largo proceso judicial, se desvía ante
la sorprendente aparición de dos motines de mujeres en el lugar de Alustante,
en el contexto de un contencioso entre agricultores y labradores que se da en
la segunda mitad del siglo XVIII. Quisiera haber sabido plasmar en este
artículo la emoción que me produjo ver a las mujeres de una modesta aldea de
montaña, defendiendo una causa, que en último extremo era defender a los suyos
y a ellas mismas, erigiéndose en protagonistas de la historia.
El contexto
Para entender por qué se producen
estos conatos de revuelta popular hay que tener en cuenta varios factores
sociales, jurídicos y económicos que se dan en los pueblos del Señorío de
Molina en el Antiguo Régimen.
Por un lado, hay que señalar la
existencia de una comunidad de pastos en el territorio consistente en el
derecho de pasto de los vecinos de Molina y su Tierra en todos los
términos de las villas y lugares comarca,
proveniente del propio fuero. Es decir, aunque los términos que hoy llamaríamos
municipales existían y estaban
amojonados, con unos límites considerablemente bien definidos desde la Edad
Media, todos los ganados del país tenían derecho de entrada a los montes y
pastos de los pueblos y de la propia villa/ciudad de Molina, sin que nadie
pudiera oponer resistencia.
Había, no obstante, algunos
límites espacio-temporales a este derecho de compascuo o pasto compartido.
Estos pastos y montes eran denominados comunes, baldíos, sierras, llecos y realengos,
siendo sinónimas estas palabras en el contexto molinés del pasado, siempre
referidas a las áreas de lomas y montes de los pueblos de disfrute mancomunado.
Todos los pueblos del Señorío, tenían en mayor o menor medida montes que se
incluían en esta categoría jurídica, a excepción de Villel, Algar, Mochales,
parte de Castilnuevo (las partidas de Merlejón y Valdeaguilé sí eran comunes),
Cuevas Minadas, Torrecilla del Pinar y Buenafuente, por su consideración de
“términos cerrados” señoriales. En las áreas comunes no se podían hacer roturaciones
para labores sin permiso del corregidor de Molina, máximo representante del rey
en el Señorío, so pena de ser multados por los celadores de dichos montes, los
caballeros de sierra o de campo, guardas nombrados por el ayuntamiento de
Molina.
Así pues, los ganaderos podían
conducir sus rebaños a los pastos de los términos municipales vecinos, a excepción del tiempo las Siete Semanas, esto
es, el periodo que iba desde San Pedro a la Virgen de Agosto. En esas semanas
los concejos tenían derecho a cerrar sus términos y cobrar por los pastos a los
ganados foráneos, lo que suponía una fuente de ingresos para los pueblos.
Asimismo, los ganados lanares y
caprinos no podían pastar en las dehesas boyales y matillas de los pueblos sin voluntad de sus dueños legítimos
(los vecinos de los pueblos) en ningún momento del año, siendo penados los ganaderos con
multas tanto dinerarias como con la prenda de cierto número de reses, en caso
de encontrarse un ganado de este tipo pastando en una de estas dehesas.
Los espacios adehesados eran de
utilidad exclusiva de las comunidades de vecinos de los pueblos, habían sido
concedidos por privilegio condal, o posteriormente real, y servían
especialmente para el pasto gratuito de los animales de labranza, el
aprovechamiento de maderas y leñas de los vecinos, e incluso la recolección de
frutos (bellota especialmente). A veces, se encuentran documentados ganados
ovinos pastando en las dehesas boyales, pero siempre lo hacen por acuerdo de
los concejos, a cambio un alquiler por ello.
Pasto de entretrigos en la añada de Arriba. Alustante.
Fte. imagen: elaboración propia.
Fte. imagen: elaboración propia.
Otros de los espacios que no
podían pastarse mancomunadamente eran los espacios de labor destinados a
siembra, aunque sí las rastrojeras y, habitualmente hasta marzo, los llamados
entretrigos o entrepanes. Hay que tener muy en cuenta que las áreas de labor de
los pueblos del Señorío estaban divididas en dos pagos o añadas, de modo que,
en función del régimen productivo de año y vez, un año se dejaba descansar las
tierras en uno de los pagos y en el otro se sembraban, dejando en descanso el
pago anteriormente sembrado, y por lo tanto sirviendo de pasto, al tiempo que
se abonaba por los rebaños que él pastaban. Este uso y costumbre ha pervivido
en muchos pueblos hasta la década de 1980 e incluso posteriormente.
Un último factor a tener en
cuenta sería la existencia de una potente clase ganadera, tanto en la villa de
Molina como en los pueblos de la Tierra. Muchos de los ganaderos trashumantes
molineses conservaban su vecindad en el territorio para aprovecharse de los
pastos de verano gratuitamente, entre abril/mayo y noviembre, o por módicos
precios durante las Siete Semanas, si sus ganados eran tan cuantiosos que no
cabían en su término de origen. Esto solía ocurrir, especialmente, con los
grandes señores de ganados de la villa de Molina, cuyo término no era
suficiente para albergar a sus rebaños, y tenían que recurrir al alquiler de
hierbas en los términos de los pueblos. Otra posibilidad era el pasto en Sierra
Molina, dehesa de propiedad común de la villa y de la Tierra, ubicada en el sur
del Señorío, opción que también se observó hasta el siglo XX.
Esta clase ganadera tuvo tanto
poder que condicionó durante siglos el desarrollo de la agricultura, impidiendo
la extensión de nuevas áreas de labor e incluso preconizando la desaparición
generalizada de algunos cultivos, como pudo ocurrir con la vid en las áreas más
a propósito para ésta.
El motín de 1761.
Teniendo en cuenta estas
cuestiones, quizá resulte más fácil comprender a qué se debieron los dos motines
femeninos que hemos logrado documentar. En este caso se señala la existencia de
un contencioso entre los labradores y ganaderos de Alustante, al que se une una
denuncia a ciertos vecinos por parte del corregidor de Molina por haber practicado
roturaciones dentro del término del lugar, pero en áreas realengas, comunes;
fueron un total de 137 medias de tierra (unas 22 Has) destinadas a la
agricultura. Por ello se condenaba a unos 60 labradores del lugar a pagar una
pena que montaba un total 58.760 maravedís, aparte de 566 reales con 11
maravedís que suponían las costas del proceso.
Parece ser que fue en este mismo
contexto, en el que los ganaderos del lugar hacen valer una Real Provisión por
la que se extendía el pasto de ganado lanar a una de las dehesas boyales del
pueblo, la llamada Dehesa Bajera (hoy MUP 108). Como se ha señalado, las
dehesas boyales eran tradicionalmente de pasto exclusivo para los animales de
labor, esto es, bueyes (de ahí su nombre tradicional de dehesas boyales,
boalajes o, en singular, boalax),
vacas y mulas, yeguas y caballos de tiro. Eran pues, espacios más agrícolas que
ganaderos, pues de ellos dependía el mantenimiento de uno de los medios de
producción fundamentales del labrador, las llamadas bestias de melena y collera.
Los hechos tienen lugar el 4 de
septiembre de 1761, y es importante la fecha porque en la sesma de la Sierra a
la que pertenece el lugar de Alustante, todavía era momento de faenas
agrícolas, especialmente el acarreo de mieses y la trilla, por lo que las
dehesas y las rastrojeras más próximas al pueblo eran imprescindibles para el
alimento de los animales de tiro. Por otro lado, la ganadería local todavía
permanecía disfrutando de los pastos estivales, y a ella se unirían los ganados
de los pueblos vecinos, pues hacía unos quince días que había expirado la veda
de las Siete Semanas. Por este motivo, los ganaderos se quejan de que, debido a
la amplitud de las dehesas y las roturaciones hechas en los últimos años, se
han “estrechado más y más los ganados, de
tal suerte que están prezisados a morir de hambre”.
Dehesa Bajera. Alustante (sesma de la Sierra)
Fte. imagen: elaboración propia.
El corregidor de Molina, D. Juan
Ortiz Azorín, se encarga de supervisar la entrada de los ganados lanares del
pueblo a la Dehesa Bajera. No obstante, el día anterior se observa ya la
animadversión que existe en el pueblo a la decisión del Consejo de Castilla,
emisor de la Real Provisión, para que los ganaderos trashumantes usen la citada
dehesa boyal. El escribano que debía acompañar al corregidor recoge una
anécdota que manifiesta la agresividad con la que se está recibiendo en el pueblo
esta decisión. De este modo, al pasar por casa de un tal Gil de Lahoz López,
éste exclama que “no se daría la posesión
[de la dehesa a los ganaderos]
mientras hubiese cintos en el lugar, echándose mano al que lleuaua en el cuerpo”.
Este hecho sería preludio de los acontecimientos
del día siguiente, tras salir el corregidor a estar presente en la entrada de
la dehesa de los ganados. Obsérvese que es el cinto, una prenda eminentemente
masculina, la que muestra Gil de Lahoz de forma amenazante, sin embargo, este
hecho contrasta con los acontecimientos que se producirán más tarde. En el
protocolo, se señala que “estando
próximos a la citada dehesa, se oió tocar a rebato e inquiriendo sauer lo que
hera, se justificó cómo las mugeres se hauían agavillado, armándosen con palos,
asadores y orcas”. Ahí se queda la noticia, de cuyo desenlace esperamos
hallar nuevas noticias en el futuro. No obstante, aún no conociendo por el
momento las consecuencias de este hecho, observamos que constituye un antecedente,
en cuanto a sus aspectos formales, sus actuantes y sus contenidos, para el
siguiente motín de 1778.
Existen aspectos de un profundo
significado en la cultura popular, como el toque de rebato por parte de las
mujeres (cuando había una taxativa prohibición tácita de tocar las campanas sin
permiso de la autoridad civil, y por parte de la eclesiástica, una prohibición
expresa, escrita incluso, al acceso de las mujeres a estos instrumentos de
comunicación colectiva); justo en el momento previo a la entrada a la dehesa (como
espacio cuasi-sagrado para las comunidades de vecinos); el protagonismo que
cobran las mujeres en la resistencia campesina, sustituyendo a los hombres en
las acciones violentas, o al menos amenazantes; su armamento, basado en utensilios
de trabajo y domésticos; así como la toma del poder fáctico del lugar por
ellas.
Se repiten en estas acciones unos
esquemas de inversión de papeles que solo regresan simbólicamente cada año en
el periodo del carnaval. Aquí se encuentran principiado septiembre, fuera de lugar por lo tanto, como
ocurrirá años más tarde, de modo que, más allá del periodo de las
carnestolendas, son penadas severamente.
El motín de 1778
Años después de aquellos
acontecimiento, en septiembre de 1778, se señala que los labradores de
Alustante han hecho caso omiso de abandonar las tierras roturadas años atrás
sobre pastos comunes y que incluso éstas habrían sido incrementadas. No solo ha
crecido la población del pueblo, sino que, acaso, también se están dando nuevos
tipos del cultivo, como pudo ser la patata, documentada como comestible en el
Señorío por aquellos años (precisamente es en el año 1778 cuando aparece en
Tartanedo como producto susceptible de ser tributado en los diezmos
eclesiásticos, como ha demostrado Teodoro Alonso recientemente).
En esta ocasión se observa que la
multa se pasa a cobrar de casa en casa pero, de nuevo, existe una resistencia
importante a satisfacerla por parte de los labradores. Es interesante observar
cómo las autoridades del pueblo, los dos regidores del lugar, Sebastián Lorente
y Eustaquio Pérez, junto al fiel de fechos y el alguacil, Francisco Sanz y
Pedro Sánchez, forman parte de la comitiva cobratoria junto a tres agentes del
corregimiento: don Joseph Vicente, teniente de alcalde mayor del Señorío de
Molina, Juan de Abánades, ministro del juzgado de la villa, y Vicente del
Castillo, otro de los acompañantes perteneciente posiblemente al ayuntamiento/
juzgado de Molina, además de un escribano de número, Joseph Barrientos, que
certificó los hechos, junto al mencionado Francisco Sanz.
Los cobradores se dividen por el
lugar, de modo que las autoridades del corregimiento y las del pueblo se
mezclan en dos grupos. Por lo que se deduce de las notas de ambos escribanos,
iban cobrando por el lugar y nadie acababa de pagar. Unos, como Roque Verdoy,
se excusan diciendo “que en pagando los
demás, pagaría, mas le requirieron [por] segunda vez viajar a su casa y no
quiso”. Asimismo, Ana Martínez señala que a medio día pagaría, que quería
vender un poco de trigo, y con él sacar algo de dinero. También se producen
algunos embargos: a Pedro de Lahoz Juberías, ausente, se le embarga un almirez
con su mano; a Juan Íñiguez, que no paga el importe de la denuncia, se le
embarga un caldero de alambre, un cazo de azófar (latón) y un hacha; a Juan
López una capa parda; a Juan Esteban, un capote de color de clavo forrado de
estameña morada, etc.
Estando en estas operaciones se
oye tocar a badajo, “como a fuego o rebato”, por lo que lo que
el regidor Sebastián Lorente envía al alguacil a la iglesia a ver quién está
tocando la campana, la cual, al parecer llegó a sonar por segunda vez. Pedro
Sánchez, el alguacil, encontró en su camino al sacristán, una figura que en los
testimonios notariales resulta un tanto ambigua. El sacristán baja de la
iglesia, por lo tanto, ha tenido que estar en ella en el momento de efectuarse
el toque, pero dice al alguacil no saber nada. ¿Acaso se encontraba en alguna
dependencia de la iglesia cuando ese alguien tocó, y no se dio cuenta?, ¿consintió
a alguien del pueblo el toque?, ¿pudo ser él mismo el encardo de tocar a
rebato? Por el momento nos quedamos con el sacristán encogido de hombros, y con
la reacción de sorpresa del alguacil al ver en un tramo entre la plaza Mayor y
la iglesia a un grupo de mujeres armadas con palos y dando voces, grupo al que
pronto acudirán las autoridades locales y territoriales presentes en aquel día
en el lugar.
El número de mujeres amotinadas
no está claro. El regidor Sebastián Lorente habla de unas quince y solo dos de
ellas armadas, mientras que Juan de Abánades habla de “muchas mujeres amotinadas y muchas de ellas con palos y otras sin ellos”.
Otro aspecto que llama la atención es que nadie sabe decir a ciencia cierta qué
gritaban aquellas mujeres, y tanto los regidores como las autoridades del
corregimiento declaran no entender lo que decían. Uno de los testigos, ajeno al
pueblo, y por lo tanto, acaso con mayor libertad para declarar, es Juan Antonio
Zejudo, vecino de Rillo, que se había encargado de llevar a Alustante desde
Molina a don Joseph Vicente. Este criado desvela que una de las cosas que
gritaban las mujeres era: “bamos a echar a palos a esos pícaros del lugar”,
por lo tanto, la causa del amotinamiento, aunque parece tratar de esconderse
por las autoridades, está claramente relacionada con el cobro de la multa, a
juicio de ellas, injusto.
Hay otro aspecto de enorme
simbolismo y que quizá resulta tan deshonroso para los regidores del lugar que
ni siquiera llegan a mencionarlo. Sabemos que las mujeres estaban en un punto
concreto entre la iglesia y la plaza del pueblo, pero ¿dónde se habían reunido?
Juan de Abánades declara que los que iban con él durante el cobro “tiraron hacia la fuente que da vista a la
iglesia”, donde se encontraban las mujeres, mientras Joseph Vicente señala
que “al cruzar una calle donde se oían
bozes de mujer salió Sebastián Belinchón que se hallaba en la puerta de su casa
que mira a la iglesia, y pellándole de un brazo le dixo se detuviese, que no
entrasse donde estaban las mujeres y que si bozeaban, que bozeasen, con lo que
se detuvo”. Las mujeres muy posiblemente se hallaban en la casa lugar, esto
es, en la casa de concejos, la cual habrían tomado de algún modo, pero esto,
insistimos, no se llega a decir explícitamente porque, quizá hubiese puesto de
manifiesto la falta de hombría de los
miembros del concejo.
“tiraron hacia la fuente que da vista a la iglesia". Arco de la lonja de la casa de concejos.
Alustante (sesma de la Sierra)
Fte. imagen: Elaboración propia.
Fte. imagen: Elaboración propia.
Es también interesante hacer
notar la actitud desdeñosa de Sebastián Belinchón con respecto a las mujeres
amotinadas, “si bozeaban, que bozeasen”,
como parece ser de desdén la insistencia de los declarantes de que no se
entendía nada de lo que decían. Sin embargo, los regidores, acaban actuando
contra el motín. Así pues, según el escribano Francisco Sanz “el Sr. rexidor Sebastián Lorente se halló
entre éstas y echando mano a María Íñiguez, y por motte la Rullexa, la dexó por
presa, y volviendo, le echó mano a Ramona Herranz y la juntó presa con la otra,
las quales con un palo en la mano”. Sin lugar a dudas se está describiendo
un acto cargado de violencia, en el cual se observa una acción directa hacia las amotinadas. Desde 1777, los regidores de
los lugares del Señorío de Molina tenían la facultad de poder apresar a aquéllas
personas que considerasen oportuno, aunque se entiende que no eran ellos los
encargados de efectuar las detenciones, sino ciertos delegados concejiles, los
alguaciles. En esta ocasión se observa que es él mismo el que echa mano a dos de las mujeres agavilladas.
A fin de aclarar los hechos, la
justicia de Molina so pena de dos años de presidio si no lo
cumpliesen”, no obstante, llama la atención, cómo se considera a las
mujeres incapaces de haber tomado la iniciativa de manifestarse, señalando a
los maridos como instigadores del motín. Por ello, cuando se cita a las
mujeres, parece ser imprescindible aludir a sus referencias masculinas, de modo
que Sebastián Lorente “conoció a la que llaman Rullexa, mujer de
Diego el Soldado, y otra que llaman Ramona, muxer de Domingo Refusta, a las que llevó presas, asimismo conoció a una
hija de Juan Galán, mujer de Carlos Mexina, a la mujer de Diego Sanz”, de
las cuales no se llegan ni a pronunciar sus nombres.
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La documentación consultada hasta el momento
deja en el aire la suerte que corrieron las presas, aunque, al parecer solo una
de ellas acaba conduciéndose a las reales cárceles de Molina, puesto que la
otra mujer (no sabemos cuál) estaba embarazada y no es conducida a dicho
presidio, al menos hasta el momento en el que se interrumpe la documentación.
No sabemos cuál fue la suerte de María, Ramona y las demás mujeres amotinadas
en Alustante el 2 de septiembre de 1778, sin embargo, lo que demuestran sus
acciones, a la luz de la actualidad, es que, lejos de ser un sector pasivo, ellas
han sido agentes activos, muy activos, en la historia universal, también en la del
territorio molinés. Nuestro más sincero reconocimiento a ellas en el Día de la
Mujer.
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