domingo, 8 de marzo de 2015

Microhistorias molinesas (I). Mujeres de armas tomar. Dos motines de aldeanas molinesas en el siglo XVIII.
Por Diego Sanz Martínez
Lcdo y DEA Historia, Dr. Sociología.
                                                                                                                                                                          Pues ¡sus! Heme aquí.
                                                                                                                                                Francisco de Javier.                                                   

Publicar es una responsabilidad enorme. Mi abuelo Esteban siempre me decía que el papel es una de las cosas más tontas que hay, puesto que se deja poner todo lo que se quiera sobre él. Un blog no deja de ser un papel; que no tenga aquel tacto tan agradable de los viejos papeles de molino, o aquellas marcas de agua tan sugerentes, o que escribir sobre él no resulte ya un ritual de largo preparativo, no quiere decir que el escribano-bloguero pierda su compromiso. De ahí que al lanzar a la Red una creación más o menos elaborada uno, que nunca ha acabado de perder la vergüenza al ágora, al foro, a la plaza, no deje de estremecerse y de sentir un no sé qué en la boca del estómago.

¿De qué puede escribir un aldeano como yo? Pues quizá de cosas de aldeanos o, dicho de un modo más actual, del medio rural que le rodea. De su pasado, de su presente, y hasta del futuro que anhela para su tierra. Van siendo ya años de introspección, y se hace apremiante comenzar a compartir, con quien lo desee, las cosas que uno piensa.

Quiero estrenar este blog, que pretende abordar temas referentes a la cultura, la historia, el arte y la identidad del territorio del Señorío de Molina, en este Día Internacional de la Mujer, tratando de poner de relieve el papel que ellas han tenido a lo largo de la historia. Es curioso cómo las mujeres suelen ser, en los libros de historia, actrices secundarias de los grandes hechos. Sin embargo, un servidor, que se ha criado en un matriarcado, y que a lo largo de los años ha recorrido ambientes intelectuales, sociales y políticos en los que ellas han sido mayoría o han tenido una gran relevancia, sabe que han sido determinantes cuantitativa o cualitativamente en cada uno de ellos. Así pues, este artículo va dedicado a las que yo llamo mis mujeres.

Durante la semana que hoy termina he podido volver al Archivo Historico Nacional de Madrid, donde he tenido la oportunidad de consultar un expediente cuyo contenido era mucho más rico de lo que me cupiera haber imaginado al leer el título del mismo.  Se trata del expediente nº 4 del legajo 28626, correspondiente a la sección Consejos, concretamente al Consejo de Castilla. Mi interés, en principio, se había basado en la transformación del paisaje y de la reordenación del territorio que se produce entre los siglos XVIII y XIX en el territorio de Molina, un tema que me ha apasionado en los últimos años.

Sin embargo, el interés de la fuente documental, un largo proceso judicial, se desvía ante la sorprendente aparición de dos motines de mujeres en el lugar de Alustante, en el contexto de un contencioso entre agricultores y labradores que se da en la segunda mitad del siglo XVIII. Quisiera haber sabido plasmar en este artículo la emoción que me produjo ver a las mujeres de una modesta aldea de montaña, defendiendo una causa, que en último extremo era defender a los suyos y a ellas mismas, erigiéndose en protagonistas de la historia.

El contexto
Para entender por qué se producen estos conatos de revuelta popular hay que tener en cuenta varios factores sociales, jurídicos y económicos que se dan en los pueblos del Señorío de Molina en el Antiguo Régimen.

Por un lado, hay que señalar la existencia de una comunidad de pastos en el territorio consistente en el derecho de pasto de los vecinos de Molina y su Tierra en todos los términos  de las villas y lugares comarca, proveniente del propio fuero. Es decir, aunque los términos que hoy llamaríamos municipales existían y estaban amojonados, con unos límites considerablemente bien definidos desde la Edad Media, todos los ganados del país tenían derecho de entrada a los montes y pastos de los pueblos y de la propia villa/ciudad de Molina, sin que nadie pudiera oponer resistencia.

Había, no obstante, algunos límites espacio-temporales a este derecho de compascuo o pasto compartido. Estos pastos y montes eran denominados comunes, baldíos, sierras, llecos y realengos, siendo sinónimas estas palabras en el contexto molinés del pasado, siempre referidas a las áreas de lomas y montes de los pueblos de disfrute mancomunado. Todos los pueblos del Señorío, tenían en mayor o menor medida montes que se incluían en esta categoría jurídica, a excepción de Villel, Algar, Mochales, parte de Castilnuevo (las partidas de Merlejón y Valdeaguilé sí eran comunes), Cuevas Minadas, Torrecilla del Pinar y Buenafuente, por su consideración de “términos cerrados” señoriales. En las áreas comunes no se podían hacer roturaciones para labores sin permiso del corregidor de Molina, máximo representante del rey en el Señorío, so pena de ser multados por los celadores de dichos montes, los caballeros de sierra o de campo, guardas nombrados por el ayuntamiento de Molina.

Así pues, los ganaderos podían conducir sus rebaños a los pastos de los términos municipales vecinos, a excepción del tiempo las Siete Semanas, esto es, el periodo que iba desde San Pedro a la Virgen de Agosto. En esas semanas los concejos tenían derecho a cerrar sus términos y cobrar por los pastos a los ganados foráneos, lo que suponía una fuente de ingresos para los pueblos.

Asimismo, los ganados lanares y caprinos no podían pastar en las dehesas boyales y matillas de los pueblos sin voluntad de sus dueños legítimos (los vecinos de los pueblos) en ningún momento del año, siendo penados los ganaderos con multas tanto dinerarias como con la prenda de cierto número de reses, en caso de encontrarse un ganado de este tipo pastando en una de estas dehesas.

Los espacios adehesados eran de utilidad exclusiva de las comunidades de vecinos de los pueblos, habían sido concedidos por privilegio condal, o posteriormente real, y servían especialmente para el pasto gratuito de los animales de labranza, el aprovechamiento de maderas y leñas de los vecinos, e incluso la recolección de frutos (bellota especialmente). A veces, se encuentran documentados ganados ovinos pastando en las dehesas boyales, pero siempre lo hacen por acuerdo de los concejos, a cambio un alquiler por ello.

Pasto de entretrigos en la añada de Arriba. Alustante.
Fte. imagen: elaboración propia.

Otros de los espacios que no podían pastarse mancomunadamente eran los espacios de labor destinados a siembra, aunque sí las rastrojeras y, habitualmente hasta marzo, los llamados entretrigos o entrepanes. Hay que tener muy en cuenta que las áreas de labor de los pueblos del Señorío estaban divididas en dos pagos o añadas, de modo que, en función del régimen productivo de año y vez, un año se dejaba descansar las tierras en uno de los pagos y en el otro se sembraban, dejando en descanso el pago anteriormente sembrado, y por lo tanto sirviendo de pasto, al tiempo que se abonaba por los rebaños que él pastaban. Este uso y costumbre ha pervivido en muchos pueblos hasta la década de 1980 e incluso posteriormente.

Un último factor a tener en cuenta sería la existencia de una potente clase ganadera, tanto en la villa de Molina como en los pueblos de la Tierra. Muchos de los ganaderos trashumantes molineses conservaban su vecindad en el territorio para aprovecharse de los pastos de verano gratuitamente, entre abril/mayo y noviembre, o por módicos precios durante las Siete Semanas, si sus ganados eran tan cuantiosos que no cabían en su término de origen. Esto solía ocurrir, especialmente, con los grandes señores de ganados de la villa de Molina, cuyo término no era suficiente para albergar a sus rebaños, y tenían que recurrir al alquiler de hierbas en los términos de los pueblos. Otra posibilidad era el pasto en Sierra Molina, dehesa de propiedad común de la villa y de la Tierra, ubicada en el sur del Señorío, opción que también se observó hasta el siglo XX.

Esta clase ganadera tuvo tanto poder que condicionó durante siglos el desarrollo de la agricultura, impidiendo la extensión de nuevas áreas de labor e incluso preconizando la desaparición generalizada de algunos cultivos, como pudo ocurrir con la vid en las áreas más a propósito para ésta.

El motín de 1761.
Teniendo en cuenta estas cuestiones, quizá resulte más fácil comprender a qué se debieron los dos motines femeninos que hemos logrado documentar. En este caso se señala la existencia de un contencioso entre los labradores y ganaderos de Alustante, al que se une una denuncia a ciertos vecinos por parte del corregidor de Molina por haber practicado roturaciones dentro del término del lugar, pero en áreas realengas, comunes; fueron un total de 137 medias de tierra (unas 22 Has) destinadas a la agricultura. Por ello se condenaba a unos 60 labradores del lugar a pagar una pena que montaba un total 58.760 maravedís, aparte de 566 reales con 11 maravedís que suponían las costas del proceso.

Parece ser que fue en este mismo contexto, en el que los ganaderos del lugar hacen valer una Real Provisión por la que se extendía el pasto de ganado lanar a una de las dehesas boyales del pueblo, la llamada Dehesa Bajera (hoy MUP 108). Como se ha señalado, las dehesas boyales eran tradicionalmente de pasto exclusivo para los animales de labor, esto es, bueyes (de ahí su nombre tradicional de dehesas boyales, boalajes o, en singular, boalax), vacas y mulas, yeguas y caballos de tiro. Eran pues, espacios más agrícolas que ganaderos, pues de ellos dependía el mantenimiento de uno de los medios de producción fundamentales del labrador, las llamadas bestias de melena y collera.

Los hechos tienen lugar el 4 de septiembre de 1761, y es importante la fecha porque en la sesma de la Sierra a la que pertenece el lugar de Alustante, todavía era momento de faenas agrícolas, especialmente el acarreo de mieses y la trilla, por lo que las dehesas y las rastrojeras más próximas al pueblo eran imprescindibles para el alimento de los animales de tiro. Por otro lado, la ganadería local todavía permanecía disfrutando de los pastos estivales, y a ella se unirían los ganados de los pueblos vecinos, pues hacía unos quince días que había expirado la veda de las Siete Semanas. Por este motivo, los ganaderos se quejan de que, debido a la amplitud de las dehesas y las roturaciones hechas en los últimos años, se han “estrechado más y más los ganados, de tal suerte que están prezisados a morir de hambre”.
Dehesa Bajera. Alustante (sesma de la Sierra)
Fte. imagen: elaboración propia.

El corregidor de Molina, D. Juan Ortiz Azorín, se encarga de supervisar la entrada de los ganados lanares del pueblo a la Dehesa Bajera. No obstante, el día anterior se observa ya la animadversión que existe en el pueblo a la decisión del Consejo de Castilla, emisor de la Real Provisión, para que los ganaderos trashumantes usen la citada dehesa boyal. El escribano que debía acompañar al corregidor recoge una anécdota que manifiesta la agresividad con la que se está recibiendo en el pueblo esta decisión. De este modo, al pasar por casa de un tal Gil de Lahoz López, éste exclama que “no se daría la posesión [de la dehesa a los ganaderos] mientras hubiese cintos en el lugar, echándose mano al que lleuaua en el cuerpo”.

Este hecho sería preludio de los acontecimientos del día siguiente, tras salir el corregidor a estar presente en la entrada de la dehesa de los ganados. Obsérvese que es el cinto, una prenda eminentemente masculina, la que muestra Gil de Lahoz de forma amenazante, sin embargo, este hecho contrasta con los acontecimientos que se producirán más tarde. En el protocolo, se señala que “estando próximos a la citada dehesa, se oió tocar a rebato e inquiriendo sauer lo que hera, se justificó cómo las mugeres se hauían agavillado, armándosen con palos, asadores y orcas”. Ahí se queda la noticia, de cuyo desenlace esperamos hallar nuevas noticias en el futuro. No obstante, aún no conociendo por el momento las consecuencias de este hecho, observamos que constituye un antecedente, en cuanto a sus aspectos formales, sus actuantes y sus contenidos, para el siguiente motín de 1778.

Existen aspectos de un profundo significado en la cultura popular, como el toque de rebato por parte de las mujeres (cuando había una taxativa prohibición tácita de tocar las campanas sin permiso de la autoridad civil, y por parte de la eclesiástica, una prohibición expresa, escrita incluso, al acceso de las mujeres a estos instrumentos de comunicación colectiva); justo en el momento previo a la entrada a la dehesa (como espacio cuasi-sagrado para las comunidades de vecinos); el protagonismo que cobran las mujeres en la resistencia campesina, sustituyendo a los hombres en las acciones violentas, o al menos amenazantes; su armamento, basado en utensilios de trabajo y domésticos; así como la toma del poder fáctico del lugar por ellas.

Se repiten en estas acciones unos esquemas de inversión de papeles que solo regresan simbólicamente cada año en el periodo del carnaval. Aquí se encuentran principiado septiembre, fuera de lugar por lo tanto, como ocurrirá años más tarde, de modo que, más allá del periodo de las carnestolendas, son penadas severamente.

El motín de 1778
Años después de aquellos acontecimiento, en septiembre de 1778, se señala que los labradores de Alustante han hecho caso omiso de abandonar las tierras roturadas años atrás sobre pastos comunes y que incluso éstas habrían sido incrementadas. No solo ha crecido la población del pueblo, sino que, acaso, también se están dando nuevos tipos del cultivo, como pudo ser la patata, documentada como comestible en el Señorío por aquellos años (precisamente es en el año 1778 cuando aparece en Tartanedo como producto susceptible de ser tributado en los diezmos eclesiásticos, como ha demostrado Teodoro Alonso recientemente).

En esta ocasión se observa que la multa se pasa a cobrar de casa en casa pero, de nuevo, existe una resistencia importante a satisfacerla por parte de los labradores. Es interesante observar cómo las autoridades del pueblo, los dos regidores del lugar, Sebastián Lorente y Eustaquio Pérez, junto al fiel de fechos y el alguacil, Francisco Sanz y Pedro Sánchez, forman parte de la comitiva cobratoria junto a tres agentes del corregimiento: don Joseph Vicente, teniente de alcalde mayor del Señorío de Molina, Juan de Abánades, ministro del juzgado de la villa, y Vicente del Castillo, otro de los acompañantes perteneciente posiblemente al ayuntamiento/ juzgado de Molina, además de un escribano de número, Joseph Barrientos, que certificó los hechos, junto al mencionado Francisco Sanz.

Los cobradores se dividen por el lugar, de modo que las autoridades del corregimiento y las del pueblo se mezclan en dos grupos. Por lo que se deduce de las notas de ambos escribanos, iban cobrando por el lugar y nadie acababa de pagar. Unos, como Roque Verdoy, se excusan diciendo “que en pagando los demás, pagaría, mas le requirieron [por] segunda vez viajar a su casa y no quiso”. Asimismo, Ana Martínez señala que a medio día pagaría, que quería vender un poco de trigo, y con él sacar algo de dinero. También se producen algunos embargos: a Pedro de Lahoz Juberías, ausente, se le embarga un almirez con su mano; a Juan Íñiguez, que no paga el importe de la denuncia, se le embarga un caldero de alambre, un cazo de azófar (latón) y un hacha; a Juan López una capa parda; a Juan Esteban, un capote de color de clavo forrado de estameña morada, etc.

Estando en estas operaciones se oye tocar a badajo, “como a fuego o rebato”, por lo que lo que el regidor Sebastián Lorente envía al alguacil a la iglesia a ver quién está tocando la campana, la cual, al parecer llegó a sonar por segunda vez. Pedro Sánchez, el alguacil, encontró en su camino al sacristán, una figura que en los testimonios notariales resulta un tanto ambigua. El sacristán baja de la iglesia, por lo tanto, ha tenido que estar en ella en el momento de efectuarse el toque, pero dice al alguacil no saber nada. ¿Acaso se encontraba en alguna dependencia de la iglesia cuando ese alguien tocó, y no se dio cuenta?, ¿consintió a alguien del pueblo el toque?, ¿pudo ser él mismo el encardo de tocar a rebato? Por el momento nos quedamos con el sacristán encogido de hombros, y con la reacción de sorpresa del alguacil al ver en un tramo entre la plaza Mayor y la iglesia a un grupo de mujeres armadas con palos y dando voces, grupo al que pronto acudirán las autoridades locales y territoriales presentes en aquel día en el lugar.


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Protesta femenina 


El número de mujeres amotinadas no está claro. El regidor Sebastián Lorente habla de unas quince y solo dos de ellas armadas, mientras que Juan de Abánades habla de “muchas mujeres amotinadas y muchas de ellas con palos y otras sin ellos”. Otro aspecto que llama la atención es que nadie sabe decir a ciencia cierta qué gritaban aquellas mujeres, y tanto los regidores como las autoridades del corregimiento declaran no entender lo que decían. Uno de los testigos, ajeno al pueblo, y por lo tanto, acaso con mayor libertad para declarar, es Juan Antonio Zejudo, vecino de Rillo, que se había encargado de llevar a Alustante desde Molina a don Joseph Vicente. Este criado desvela que una de las cosas que gritaban las mujeres era: “bamos a echar a palos a esos pícaros del lugar”, por lo tanto, la causa del amotinamiento, aunque parece tratar de esconderse por las autoridades, está claramente relacionada con el cobro de la multa, a juicio de ellas, injusto.

Hay otro aspecto de enorme simbolismo y que quizá resulta tan deshonroso para los regidores del lugar que ni siquiera llegan a mencionarlo. Sabemos que las mujeres estaban en un punto concreto entre la iglesia y la plaza del pueblo, pero ¿dónde se habían reunido? Juan de Abánades declara que los que iban con él durante el cobro “tiraron hacia la fuente que da vista a la iglesia”, donde se encontraban las mujeres, mientras Joseph Vicente señala que “al cruzar una calle donde se oían bozes de mujer salió Sebastián Belinchón que se hallaba en la puerta de su casa que mira a la iglesia, y pellándole de un brazo le dixo se detuviese, que no entrasse donde estaban las mujeres y que si bozeaban, que bozeasen, con lo que se detuvo”. Las mujeres muy posiblemente se hallaban en la casa lugar, esto es, en la casa de concejos, la cual habrían tomado de algún modo, pero esto, insistimos, no se llega a decir explícitamente porque, quizá hubiese puesto de manifiesto la falta de hombría de los miembros del concejo.

tiraron hacia la fuente que da vista a la iglesia". Arco de la lonja de la casa de concejos. 
Alustante (sesma de la Sierra)
Fte. imagen: Elaboración propia.

Es también interesante hacer notar la actitud desdeñosa de Sebastián Belinchón con respecto a las mujeres amotinadas, “si bozeaban, que bozeasen”, como parece ser de desdén la insistencia de los declarantes de que no se entendía nada de lo que decían. Sin embargo, los regidores, acaban actuando contra el motín. Así pues, según el escribano Francisco Sanz “el Sr. rexidor Sebastián Lorente se halló entre éstas y echando mano a María Íñiguez, y por motte la Rullexa, la dexó por presa, y volviendo, le echó mano a Ramona Herranz y la juntó presa con la otra, las quales con un palo en la mano”. Sin lugar a dudas se está describiendo un acto cargado de violencia, en el cual se observa una acción directa hacia las amotinadas. Desde 1777, los regidores de los lugares del Señorío de Molina tenían la facultad de poder apresar a aquéllas personas que considerasen oportuno, aunque se entiende que no eran ellos los encargados de efectuar las detenciones, sino ciertos delegados concejiles, los alguaciles. En esta ocasión se observa que es él mismo el que echa mano a dos de las mujeres agavilladas.

A fin de aclarar los hechos, la justicia de Molina so pena de dos años de presidio si no lo cumpliesen”, no obstante, llama la atención, cómo se considera a las mujeres incapaces de haber tomado la iniciativa de manifestarse, señalando a los maridos como instigadores del motín. Por ello, cuando se cita a las mujeres, parece ser imprescindible aludir a sus referencias masculinas, de modo que Sebastián Lorente conoció a la que llaman Rullexa, mujer de Diego el Soldado, y otra que llaman Ramona, muxer de Domingo Refusta,  a las que llevó presas, asimismo conoció a una hija de Juan Galán, mujer de Carlos Mexina, a la mujer de Diego Sanz”, de las cuales no se llegan ni a pronunciar sus nombres. 

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La documentación consultada hasta el momento deja en el aire la suerte que corrieron las presas, aunque, al parecer solo una de ellas acaba conduciéndose a las reales cárceles de Molina, puesto que la otra mujer (no sabemos cuál) estaba embarazada y no es conducida a dicho presidio, al menos hasta el momento en el que se interrumpe la documentación. No sabemos cuál fue la suerte de María, Ramona y las demás mujeres amotinadas en Alustante el 2 de septiembre de 1778, sin embargo, lo que demuestran sus acciones, a la luz de la actualidad, es que, lejos de ser un sector pasivo, ellas han sido agentes activos, muy activos, en la historia universal, también en la del territorio molinés. Nuestro más sincero reconocimiento a ellas en el Día de la Mujer.